Algunos detectives valen más por lo que callan que por lo que dicen. C. Card vale más por lo que no tiene que por lo que tiene. No tiene balas para su revólver. No tiene dinero para su alquiler. No tiene el calcetín derecho. No tiene buena suerte, y tampoco tiene escrúpulos, ni vergüenza, ni nada que perder. Pero tiene un caso: una rubia adinerada muy aficionada a la cerveza le encarga robar el fiambre de una prostituta preciosa.
Y eso no es todo: también tiene un par de amigos (hasta las narices de prestarle dinero) y un mundo paralelo: Babilonia. Cuando sueña con Babilonia, se convierte en una estrella del béisbol, en chef de un restaurante mexicano, en el mejor amigo de Nabucodonosor, en el ídolo de Peter Lorre, en el azote de Ming (el terrible supervillano) y en amante de la secretaria más bella de la historia: Nana-Dirat. Pero soñar con Babilonia es peligroso: cuanto más consigue allí más pierde en el mundo real, donde su casera lo acosa, su madre reniega de él y nadie lo considera un detective decente.
Richard Brautigan, el autor fetiche de la contracultura de los sesenta, decía que su lugar en el mundo eran las nubes, porque era tan pobre, feliz, miserable, despistado, divertidísimo e irrepetible como C. Card, sin duda su mejor personaje.
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