La vida de Voltaire fue larga y agitada; tan agitada como su propia mente creadora, capaz de incursionar en terrenos tan diversos como la filosofía, la poesía y la historia. Pero es que para Voltaire, como buen hombre de su tiempo, los productos de la razón no resultaban excluyentes sino complementarios, y sólo así se entiende que sus relatos cortos, como los recogidos en esta selección, integren de una forma magistral la literatura de ficción y la filosofía. Los cuentos filosóficos de Voltaire, más que moralejas ramplonas, como han querido ver algunos, o simples provocaciones gratuitas, como han visto otros, son auténticas joyas del pensamiento universal que no han sido, al menos en España, suficientemente valoradas. Sólo así se explica que existan tan escasas ediciones de sus cuentos y novelas en nuestro país y que se conozcan tan poco algunos de ellos, como «Jeannot y Colin» o «Cosi-Sancta», por citar sólo dos de los que se incluyen en este volumen. Voltaire, en cierto modo, es un escritor condenado al olvido y al conocimiento superficial.
fragmento:
«Nací en Candía, en 1600; mi padre era gobernador de la Ciudad. Recuerdo que un poeta mediocre y de pésimo estilo, llamado Iro, me dedicó unos elogiosos ripios en los cuales yo descendía directamente de Minos; pero habiendo mi padre caído en desgracia, compuso otros versos donde ya no me hacía provenir más que de Pasifae y su amante. El tal Iro era un hombre malévolo y el bribón más insoportable de la isla.
Cuando cumplí quince años, mi padre me envió a estudiar a Roma. Llegué con la esperanza de aprender todas las verdades, porque hasta el momento me habían educado justamente en lo contrario, según lo acostumbrado en este mundo infame, desde la China hasta los Alpes. Monseñor Profondo, a quien iba recomendado, era un hombre singular y uno de los mayores sabios del mundo. Decidió enseñarme las categorías de Aristóteles y estuvo a punto de situarme entre sus favoritos; de buena me libré. Asistí a procesiones y exorcismos, y presencié algunos robos de poca monta. Se comentaba, erróneamente, que la signora Olimpia, persona de gran prudencia, vendía ciertas cosas que no deben venderse. Yo estaba en una edad en la que todo esto me resultaba apasionante. Una doncella de modales muy dulces, llamada signora Fatelo se enamoró de mí. A ella la cortejaban el reverendo padre Poignardini y el reverendo padre Aconiti, jóvenes profesos de una orden extinguida: la dama los puso de acuerdo al concederme sus favores; pero, con ello, caí en el riesgo de ser excomulgado y envenenado. De muy buena gana abandoné la arquitectura de San Pedro…» [Historia de los viajes de Scarmentado escrita por él mismo]