Apenas un año después de las tumultuosas dos únicas representaciones de Ubú rey, Alfred Jarry, en 1897, publica una novela a la vez tierna y feroz: Los días y las noches. Novela de un desertor. Jarry tiene 24 años. Es ya el personaje singular que atravesará la bohemia parisina, paseando en bicicleta con su botella de absenta pura en el bolsillo y su legendaria pistola a veces descargada y a veces cargada, que llegará a disparar en más de una ocasión. Vivirá diez años más una vida alucinada y alucinante, dejando a sus con-temporáneos la obra que indiscutiblemente será el punto de partida de las grandes innovaciones literarias que van a caracterizar el siglo XX.
Genio precoz, Jarry aporta, lo mismo al teatro que a la novela, un impulso adolescente cargado de irreverencia y de libertad. Dotado de una inventiva deslumbrante a la vez que de una sutil erudición, ahonda en toda clase de fuentes literarias de las que es capaz de extraer un lenguaje prodigioso donde conviven el neologismo, el cultismo, el argot local y la palabra extraordinariamente rara que se adapta como un guante a lo que su usuario quiere expresar. A ello se debe sumar un excelente conocimiento de las lenguas clásicas así como de la tradición literaria, y no sólo francesa (por ejemplo, el Quijote, que ocupa un lugar importante en Los días y las noches). Siendo por ello su traducción un gran desafío.
Escrita por un atento alumno de Bergson, Los días y las noches contiene un notable impulso reflexivo. Ya un libro como La risa de Bergson tiene que haber dejado una huella imborrable en Jarry. Pero también sin duda cierta concepción de la «patafísica», que es descrita con bastante amplitud en uno de los capítulos de esta novela que lleva ese mismo título, es claramente deudora de la teoría bergsoniana de la duración, base de su afirmación de que «la vida es continua». Dice ahí: «pensaba que no hay más que alucinaciones, o percepciones, y que no hay ni noches ni días (a pesar del título de este libro, y por eso mismo lo hemos escogido)».
En el interior de esa vida continua es, por tanto, donde debe producirse la «deserción» que se anuncia como tema de esta «novela de un desertor», que sólo muy superficialmente es deserción del servicio militar, siendo más bien deserción metafísica o, mejor dicho, patafísica. Sengle, el protagonista, que ama a su «hermano» Valens no ansía «la comunión de dos seres convertidos en uno», sino «el goce del anacronismo», es decir, «vivir dos momentos del tiempo en uno sólo» como una forma de eternidad. Ahora bien, eso significa, dice Jarry, el alucinante amarse o enamorarse del «Recuerdo de Sí mismo» por parte de alguien que ha perdido la memoria a la vera de su amigo. A esto Jarry lo llamó «adelfismo», disposición anímica del «amor de hermano», sustrato profundo de Los días y las noches.
Pero finalmente muestra de una solución rigurosamente patafísica de la deserción, puesto que si aquélla es la «ciencia de las soluciones imaginarias que confiere simbolicamente a los lineamientos las propiedades de los objetos descritos por su virtualidad», tal «lineamiento» es exactamente la manera en que en la novela se evade Sengle, según cuenta que le sucede a un pueblo extranjero en China descrito en una enciclopedia etnográfica, cuyas cabezas «pueden volar hasta los árboles» y que, cuando sopla cierto viento, «devuelan» al otro lado del mar.