Fue una infancia de monstruos reales y cuentos monstruosos; un moribundo eterno nos acechaba por todas partes, clavado a una cruz o con el pecho abierto y el corazón sangrante atravesado de puñales; crecimos rodeados de ballenas podres, de piratas tuertos, de manos de pato, de mendigos ciegos, de barquilleros mancos, de patas de palo, de muñones, de carencias, de tarados, de minusválidos, de asientos reservados para caballeros mutilados. Un paisaje de posguerra, de supervivientes; de oscuros secretos, de silencio a voces, de fatalidad y de distintos modos de convivir con ella. Era el tiempo de la hipocresía, todos actores de la misma farsa, nada es lo que parece. ¿Qué otra cosa podíamos hacer, entre las medias palabras, las luces, las sombras y los fuertes contrastes, sino fabricar con el fango de la realidad cuentos maravillosos, turbios folletines, relatos de misterio, un mundo imaginario poblado de monstruos alegres y ogros sentimentales? Tenían que ser, lo fueron, los mejores años de nuestra vida.